Hace
unos días Manuel Vilas se quejaba amargamente en su cuenta de feisbuk de una
crítica adversa. Se dolía mucho, muchísimo. No he leído la
crítica pero me ha hecho volver a
pensar, tras la larguísima conversación de ayer con Ana Ares y Paco
Moral, en lo fácil que nos resulta aceptar los halagos -como si de
antemano los considerásemos merecidos y obvios- y lo mal que nos
llevamos con la disensión. Casi todos los que te encajan su librito
lo único que están dispuestos a escuchar es un “Me gusta” -como
en feisbu- pero elevado a las cumbres líricas: me encanta, magnífico
y un largo etc. Todo lo han hecho bien, han acertado en todo y no
tendrá ninguna consideración la posibilidad estética de otra
lectura distinta. Para ellos es más terapéutico olvidar que el
halago ensombrece y la crítica alumbra, cuando lo único que se debe
aprender de la adulación es la desconfianza.
Actúan como si no supieran que una vez publicado su libro -y los míos- es muy fácil que sirva para encender la chimenea, como recogedor de la caca de los perros o, más humillante aún, arrumbados en un tenderete de vendedor ambulante que los regala con la compra de dos bragas. En el más condescendiente de los casos se llenará de polvo en una estantería. Son muy pocos los libros que se abren más de dos veces.
Sin
embargo acostumbrarnos a no gustar sería lo lógico, lo habitual, y
su fiera constatación es que hacemos aspavientos en un teatro vacío,
nos ponemos de puntillas y levantamos los brazos en el interior de la
más absoluta indiferencia. Un poeta vivo que escriba en español
llegará a interesar, en el mejor de sus sueños, a una de cada
quinientas mil personas que entiendan su lengua. Paradójicamente,
hay clanes que viven de expender (vender al menudeo) el carné de
poeta y quienes, como Belén Esteban, “matan” porque les sea
adjudicado. Hay quien no ha superado el estadio de conciencia
pre-racional que otorgaba al poeta la condición de ser altavoz de la
tribu.
Leo
sobre premios que se suben a un tren y bajan perfumados -mucho mejor si además hay parada en Valdepeñas, que todo el mundo sabe que es la estación más cerca del Parnaso) y otros que
da “el editor de la coleta”, leo de clanes y de quien a su edad
-que ya le vale- anda intentando reunir a unas cuantas ovejas a ver
si le salen las cuentas de un rebaño. Y las ovejas balando tan
contentas de escuchar el silbido. El perro no hace falta porque entre
estas ovejas no las hay descarriadas.
Amigos
y enemigos todos tienen muy claro que, igual que los cardúmenes de
sardinas, el grupo es más rentable. La diferencia -a mejor- del
cardumen es que no se le exige que funcione como club de fans. Aquí
sí. Ya hemos vuelto al tema de la crítica.
Entresaco estas frases escritas por Luis Cernuda de una magnífica entrada publicada (AQUÍ: "La intolerancia en la poesía española”) por Miguel Veirat. Dudo que alguien lo lea.
“En España, las reputaciones literarias han de formarse entre gente que, desde hace siglos, no tiene ni sensibilidad ni juicio, donde no hay espíritu crítico ni crítica y donde, por lo tanto, la reputación de un escritor no descansa sobre una valoración objetiva de su obra”.
Aunque
nos arranquemos las plumas de los moños por ver quién es más
poeta, lo cierto, lo patéticamente cierto, es que a la mayoría de
los poetas lo único que les gusta es leer(se).